En reiteradas ocasiones, con frecuencia, cada vez que me es posible, como parte de mi respiración, de cada inhalación y exhalación, como parte de mi misma y propia vitalidad, manifiesto mi repudio a la autoridad por cuanto tengo la convicción de que es la causa que engendra y perpetúa los males de la especie humana arrastrando consigo de manera irresponsable a otras especies; por tal motivo, insto consecuentemente a su abolición, a desechar lo inútil, desechar a lo parásito.
Por razones obvias, este esfuerzo es definitivamente diminuto comparado al increíble grado de arraigo que tiene la idea de autoridad en las mentes humanas. Ante esta obviedad, basada en la impuesta y aparente necesidad de la existencia de una autoridad para sostener su tan deseado orden, que no es otro orden más que el de la misma mafia, las razones para dar tal fe a la autoridad no puede ser otra que la ambición de convertirse en una de ellas, quizá no la máxima pero si al menos una con cuota mínima, pero autoridad al fin, que pueda tener la sensación de poseer la facultad, atribución, “derecho”, dirección, control y dominio sobre los destinos de la vida de otros.
Este deseo por ser autoridad cobra más fuerza en su empeño poco sensato de negar toda posibilidad de racionalidad en el hombre, de este modo justifican sus pretensiones; no sólo niegan la posibilidad de racionalidad en el hombre, sino que se aseguran de desaparecer, extinguir y anular dichas posibilidades. He aquí que la autoridad es autoritaria en sí misma, cuyo único fin es anular la auténtica autonomía; he aquí el autoritario, todo aquel que actúa basado en el santo principio de autoridad, encuentran sus más fieles expresiones en aquellos que un día fueron los más fieles obedientes, o bien, en aquellos que no siendo fieles obedientes sencillamente aspiran ser autoridad.
Los ámbitos de acción de la autoridad son diversos y sus actores toman diferentes nombres según el susodicho ámbito de acción, así vemos, al político en el estado, al pastor en la religión, al rector en la educación, al juez en el derecho, y de esta manera sucesiva, si pudieran controlar tu respiración para asegurarse de tu sumisión, plena obediencia y de que cumplas con el molde requerido lo harían. Por supuesto, pueden existir variaciones en los nombres que reciben estos actores, sea por grado o por ser miembro de alguna tendencia diferente, pero su esencia es la misma, la dominación, el control basado en el principio santo de la mafiosa autoridad.
He elegido adjetivar el principio de autoridad como santo puesto que de todos sus ámbitos de acción, el de mayor poder de sugestión, manipulación, explotación y dominación es el de dios, con o sin sus religiones, impacto sólo comparable con la idea del estado, pero que aún no lo supera a pesar de los escasos logros del ateísmo como fin del libre pensamiento. Adjetivado como mafioso, puesto que opera en el secreto oculto y oscuras intenciones de los entretelones, basándose en la mentira y el engaño.
Pero, para que el santísimo principio de la mafiosa autoridad sea sostenible, requiere una estructura estratégica, táctica y operativa que le soporte, que brinde aparentes garantías a unos pendejos –nada se hace sin el pendejo, nada se hace por el pendejo- y garantías reales de autoconservación del orden, el orden “legítimamente” constituido. Efectivamente, resulta inevitable la mención de garantías, legitimidad y orden constituido, que son descriptores esenciales del derecho coercitivo y la teoría contractual del estado, pero esta sería apenas la estructura estratégica, que se basa en el consentimiento coercitivo de un contrato impuesto que se ha de aceptar tácita e implícitamente de manera arbitraria. De esta estructura estratégica se derivarían las estructuras tácticas que se presentan a través del republicanismo, constitucionalismo, democracia y parlamentarismo, hasta finalmente llegar a sus estructuras operativas llámese estado, monarquía absolutista, monarquía constitucional, nación, patria, iglesia, universidad y pare usted de contar. A grosso modo, estos conceptos ya existían antes del advenimiento de las “revoluciones” liberales, sólo que sobre la misma base del orden existente se insertaron algunas reformas elegantes, algunos cambios refrescantes, sutiles y modernos para mejorar la eficacia articulada de la maquinaria de dominación, que es exactamente lo que han hecho los socialistas, perpetuar la maquinaria de la opresión liberal, anteriormente monárquica; a esto se le llama revolución, cambio de protagonistas opresores, y forma parte de las ilusiones mitológicas del hombre.
Ciertamente, la evidencia histórica denota en el hombre una marcada creencia en revoluciones, pues habla de ellas sin haber visto alguna, y ya me parece estar hablando de dios. Particularmente manifiesto mi escepticismo al respecto. Si existe una revolución, si es posible una autentica revolución, sería aquella que lleva a cabo cada individuo para transformarse a sí mismo; pretender una transformación social siendo incapaz de transformarse a sí mismo, devendría en tiranía y autoritarismo. Pero la aberración llega a su máxima expresión cuando hablamos de “gobierno revolucionario”. Si un gobierno es revolucionario, cualquier cosa es revolucionario; como diría Jean Varlet: “Pero que monstruosidad social, qué obra del arte del maquiavelismo es ésta del gobierno revolucionario, gobierno y revolución son, para cualquier ser racional, dos cosas incompatibles, a menos que el pueblo pretenda mantener a sus representantes en un estado permanente de revuelta contra sí mismo, lo cual es absurdo”.
Etimológicamente, “autoridad” es una palabra de origen latín, cuyas acepciones más clásicas son: crédito, prestigio, estimación, jurisdicción, poder, garantía y reputación. Sin embargo, le corresponde a la filosofía depurar la suposición semántica de la que es susceptible este término; específicamente, la problemática filosófica de la “autoridad” debe extenderse a la justificación de la misma, a su origen, y a las relaciones con la fe, la libertad, la razón o el poder.
El ser humano es la especie que más gusta de hablar de la naturaleza de las cosas. Me pregunto: ¿Cómo puede pretender hablar de naturaleza, una arbitraria y maldita especie que sabe poco de naturaleza y sabe mucho de artificios de explotación, dominación y consumismo? Esta especie superdotada -que tienen mucho de racional y natural, hábilmente encuentra recursos para justificar sus horrores (Dios y Estado, para mencionar los más destacados)- considera que la autoridad y la instancia superior, son parte del orden natural de las cosas y específicamente de la naturaleza humana. Tal es su misión de fundamentar la necesidad de su existencia, perpetuando la desigualdad; tal es su misión de crear grados subalternos que son los que determinan la autoridad en unos, y la sumisión, obediencia o dependencia en otros; tal es su misión de transmitir la misma sensación y deseo gradual de alcanzar la máxima expresión de autoridad, si se cumple cabalmente con estos grados, pues son estas sensaciones y estos deseos graduales los que de manera jerarquizada garantizará la dominación y el control, la obediencia y la sumisión.
Así pues, el santísimo principio de mafiosa autoridad, entre otras tantas cosas, es entendido como principio de superioridad reconocido por otras personas a las que impone, aconseja, determina u obliga a una obediencia, a un respeto, a una creencia o a la aceptación de unos enunciados, órdenes, criterios u opiniones.
El alcance de este santísimo principio no tiene límites, de hecho se extiende a los pueblos originarios, si es que aún existen. Los pueblos originarios ya no son tan originarios como creemos; son pueblos que son cristianizados, forzados a matricular en escuelas, que son víctimas de la hostil civilización, de la explotación del trabajo y el salario, que desfilan ante un rey, y quienes dicen representarle se han vendido al patrón. Devastan la autonomía pero la semilla queda.
El ámbito de la moral tampoco escapa de su radio de acción. La moralidad se basa en el engaño y la mentira de este sacrosanto principio; propicia una vida que gusta de una apariencia que sepulta al ser, una vida que gusta de la farsa de un espectáculo cuyos entretelones del escenario y caretas de los personajes sólo son posibles desmontarse por medio del rechazo, la renuncia la autoexclusión y la auto degradación progresiva de los valores que hacen falsamente “buenos” a los buenos. Una moral basada en los convencionalismos de una sociedad que oculta su suciedad debajo de una alfombra, una sociedad en la que reina la moral de rebaño, que busca continuamente quien los dirija, y que desafortunadamente no puede esperar ni merecer otra cosa más que el más grande de todos los tiranos, déspotas, arbitrarios y autoritarios. Una moral que normalmente recurre al conductismo basado en el ejemplo para moldear conductas serviles y autómatas.
¿Quieres saber de mafia organizada? He aquí la sacrosanta autoridad y sus instituciones; el hombre pasa, la mafia queda. Por lo tanto, veremos en dios, estado, nación, propiedad, patria y capital, los ídolos instituidos e intangibles de la metafísica, donde se esconden anónimamente los irresponsables, arbitrarios y egoístas; meros desechos del intelecto humano ¿Has conocido el hambre, la miseria, la injusticia y la esclavitud? He aquí lo tangible, y los ídolos son ajenos y desinteresados a ellos.
Precisamente, debido a ello, no pueden recibir otro trato. Seamos rígidos en la erradicación de toda forma del principio de autoridad y permitamos la armonía subyacente del caos en la implementación sublime del principio de auto organización. Destruyamos la santa obediencia, que por santa, niega y rechaza todos los vicios cuando en realidad está llena de todos ellos; que por obediencia, suprime la voluntad de uno para imponer la de otro. Al más auténtico estilo Bakuninista, mientras exista una instancia superior habrán gobernantes y gobernados, y no seremos iguales; mientras exista una instancia superior otros decidirán y nos impondrán su voluntad, y no seremos libres.
Pero no todos los autoritarios son descarados, existen algunos especímenes que son sensatos, nobles, honestos, y cuyo autoritarismo paradójicamente les ha sido impuesto, tal es el caso de Simón Bolívar. En efecto, el susodicho y flamante personaje en su discurso pronunciado ante el congreso de Angostura el 15 de Febrero de 1819, justo el día de su instalación, afirmaba lo siguiente:
“Al transmitir a los representantes del pueblo el Poder Supremo que se me había confiado, colmo los votos de mi corazón, los de mis conciudadanos y los de nuestras futuras generaciones, que todo lo esperan de vuestra sabiduría, rectitud y prudencia. Cuando cumplo con este dulce deber, me liberto de la inmensa autoridad que me agobia, como de la responsabilidad ilimitada que pesaba sobre mis débiles fuerzas. Solamente una necesidad forzosa, unida a la voluntad imperiosa del pueblo, me habría sometido al terrible y peligroso cargo de Dictador Jefe Supremo de la República. ¡Pero ya respiro devolviéndoos esta autoridad, que con tanto riesgo, dificultad y pena he logrado mantener en medio de las tribulaciones más horrorosas que pueden afligir a un cuerpo social!”
¡Pueblo autoritario y déspota! Si el gobernar representa una inquietud y sacrificio en la miserable vida de estos pobres seres gobernantes, seamos solidarios y liberémosle de la inquietud que agobia y atormenta a su desgraciada alma.
El error que aún cometemos y no terminamos de superar y corregir, es el de creer que, la transferencia de poder, es decir, el hecho de tener poder o simplemente delegar en otros nuestros problemas, es la solución de ellos, y no es más que mera opresión de unos sobre otros, que nos distancia y nos aleja.
Destruyamos la autoridad y sus poderes, asegurémonos que no resurja ni en unos ni en otros. Superemos el mito parlamentario, nadie te representa mejor que tu mismo; superemos el mito republicano, son el robo de la autonomía y consiguiente repartición de parcelas de poder por una minoría; superemos el mito constitucional, una sociedad no es libre, justa e igualitaria sólo porque se escriba en un trozo de papel; superemos el mito democrático y el mito revolucionario, sólo resultan en un cambio de amo.
No se trata de dotar de capacidad política a la clase obrera, se trata de abolir a la clase política; no se trata de aliviar con capital los estragos del capital, se trata de abolir el capital; no se trata de dar consuelo con la promesa de una mejor vida después de la muerte, se trata de acabar con las falsas promesas de unos y la mansedumbre de otros, por una acción directa en aras de un mundo justo lleno de libertad e igualdad.
Muerte al Estado, muerte a Dios, muerte al capital, muerte a la autoridad. Abolición del estado y sus palacios, de dios y sus templos, del capital y sus bancas, de rectores y sus universidades, de militares y sus cuarteles, son viles elementos aliados que cuidadosamente han sido articulados para conformar las redes que nos dominan y mantienen alienadas nuestras vidas. Sin percatarse, tal es la vehemencia de sus deseos, sus más oscuras intenciones inevitablemente reflejan su temor; saben que su aparente valor prevalecerá basándose en la siembra de un miedo mayor al que ellos padecen. Tal es el caso de los más privilegiados rojos y socialistas burgueses, que al hablarles de abolición del capital o simplemente del hecho de que no necesitamos ser gobernados, ni por ellos, ni por nadie, mostrarán su patético rostro de pánico, angustia, desesperación y desamparo. Rebelión silenciosa, que crean que no existimos, que estén seguros de que no existimos, boicot e indiferencia.
La dominación política que ejerce la corporación estatal no es posible sin apalancamiento económico; la dominación económica que ejerce la corporación transnacional no es posible sin apalancamiento político; por supuesto, ante todo gracias a la voluntad de nuestro señor dios. Si bien intervienen otros elementos, estos son los tres pilares fundamentales sobre los cuales se sostienen nuestra avanzada, desarrollada y civilizada sociedad. Desafortunadamente, “Revolución” y “transformación” o son palabras empleadas erróneamente o simplemente no es la vía para nuestra lucha en contra de la explotación, pero lo cierto es que necesitamos con urgencia tomar una decisión global con fuerza de acción local.
Mi grado de abominable maldad sólo se compara con el grado de santa bondad de los buenos. Me he convertido en un criminal de la mitología humana, al desear la muerte de todas sus fantasiosas, abstractas, irresponsables, anónimas y metafísicas deidades, llámese dios, estado, capital, patrón y toda forma de manifestación de opresión, dominación, explotación y autoridad.
Veremos compañeros, y esto lo saben ustedes tanto como yo, que una sociedad libre e igualitaria no es posible con el auspicio de una clase en principio frecuentemente oprimida y luego normalmente opresora, sino con la supresión del patrón y su patrocinio que propicia la diferenciación de clases. Es necesaria la abolición del principio de autoridad y sustituirlo por los de autonomía, autoorganización y solidaridad.
Veremos nosotros compañeros, lo que es un genuino ejemplo de solidaridad, cuando cada uno, sin apelar a ningún poder o mandato más que el propio de cada uno, no conferido a nadie más que a cada uno, ha decidido cada uno brindar apoyo. Eso compañeros es genuina solidaridad, la solidaridad en una causa, la causa de una lucha, la lucha que nos hace libres e iguales.
Soy apolítico. La lucha contra la clase política y la estructura estatal –que empeñan en mantener hasta el más “revolucionario” reformista de los socialistas burgueses, para ejercer la dominación- no me hace político. Simplemente no puedo ser pasivo ante este ejemplar de parásitos que viven a expensas de nuestras necesidades. Que el temor los embargue y huyan despavoridos todo aquel que pretenda representarnos.
La autoridad es un vicio y un desperdicio, desechémosla; sólo un esclavo puede distinguir a un gobierno como bueno o malo, el hombre libre lo rechaza y se le opone.
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