Nací en Caracas un 7
de diciembre de 1974; hijo de María Isabel Hernández Navas, nacida en Palo
Negro, Estado Aragua, y de Bartolo María Rivas Rivas, oriundo de un pueblo
llamado Querepare, cercano a la Península de Paria, Estado Sucre, y hermano de Virgmary
Jackeline, Marysabel y José Félix, nacidos todos en Caracas. Por razones que
desconozco, desde temprana edad comencé a dar signos de ser un niño aislado,
apartado y solitario, casi tendiente al autismo; cuando cursaba el preescolar
me orinaba en los pantalones y normalmente era conducido al aula de mi hermana
mayor, quien me lleva un año de edad y también se encontraba en el preescolar;
cursando el tercer grado de educación básica o primaria, reprobé todas las
asignaturas, aún así el Maestro Rómulo tenía intenciones de promoverme al
cuarto grado, a lo cual mis padres se negaron rotundamente, por lo que repetí
el tercer grado, y durante las vacaciones de Agosto de ese año vi mi habitación
convertida en una celda mientras veía además, como el resto de mis hermanos
disfrutaban con juegos de sus días de asueto.
Mi madre tiene tercer
año de bachillerato aprobado y trabajó hasta el día que contrajo matrimonio con
mi padre, pues ambos decidieron que lo mejor sería que ella se dedicara al
hogar, y ciertamente a lo largo del tiempo puede evidenciar que no existía un
ser más abnegado en el hogar que mi madre, pues nunca paraba cuando de
limpieza, comida y atención de sus hijos se trataba; mi padre tiene sexto grado
de primaria aprobado, que para entonces vaya que si equivaldría a un título de
bachillerato de hoy día, además realizó un curso técnico de contaduría,
equiparable a un título de licenciado en contaduría, y dado el amplio dominio
que adquirió en dicha área, alcanzó a ocupar importantes cargos gerenciales en
la administración pública, específicamente en lo que se conoció como Corpoindustria.
Mis padres, coincidían ambos en que el legado y herencia que dejarían a sus
hijos sería la educación; supongo que a esto se debió su intuitiva, determinante
y decidida actitud conductista, frente a la reprobación de mi tercer grado, muy
a pesar de las intenciones del Maestro Rómulo.
El hogar de nuestra
familia fue variable, vivimos en Palo Negro, Guaruto, La Esmeralda y El Limón,
y no fue sino hasta mis siete años de edad, cuando mi padre pudo adquirir un
apartamento ubicado en el tercer piso de un edificio del Sector 12 de Caña de
Azúcar. El edificio no contaba con canchas deportivas, mas si con una placita
cuyos banquitos en dos de sus extremos hacían las veces de cancha de futbolito,
y allí pasábamos la mayor parte de nuestros momentos de recreación mi hermano
menor y yo.
Comencé a interesarme
por la electrónica y antes de culminar mi sexto grado ya me había propuesto
realizar mis estudios de bachillerato en la Escuela Técnica Industrial “Joaquín
Avellán”. En esta etapa de mi vida, aún conservaba mis rasgos característicos
de personalidad que me acompañaron desde mi infancia, me mantenía aislado,
apartado y solitario, pero menos retraído; ya el sistema educativo a través de
sus escalas de juicio no me veía como un mal estudiante, sino por el contrario,
ya era visto como un buen estudiante incluso ante los ojos de mis padres. Siempre
fui un estudiante que iba de su hogar al liceo y del liceo a su hogar, mientras
veía como otros compañeros de clases hacían vida en el liceo o fuera de el, y no
en sus hogares precisamente.
Uno de los aspectos
con los que me tocó lidiar a lo largo de mis estudios en la E.T.I. “Joaquín
Avellán” fue cuando me percaté que era un liceo de “estudiantes” tirapiedras, algunas
veces llamados erróneamente como agitadores. Hoy día, reflexionando al
respecto, pienso que los niños, adolescentes y jóvenes, siendo rebeldes por
naturaleza, no saben nada acerca de la rebeldía y la agitación, y desconocen todo
el trasfondo intelectual que hay tras esas palabras, pues su final es del todo
predecible, terminan siendo domesticados por la adultez. Quienes me conocen
sabrán de mis descuidos y mi escasa memoria, poco lo soy cuando de leer y
escribir se trata, pero esta es la excepción, pues hoy comprendo lo que alguna
vez leí en un texto cuyo título y autor no recuerdo: “… si el rebelde después
de los treinta años no conserva su rebeldía, es porque sencillamente nunca lo fue”.
Efectivamente, mientras los hoy domesticados tirapiedras del ayer “agitaban”
las calles, yo intuitivamente luchaba por no ser absorbido por su tribu, nunca
me sentí solo pues siempre he sido un ser aislado, apartado y solitario,
ocasionalmente un poco de temor, lo cual es natural, pero como diría Nietzsche:
“ Ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo”.
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