Vivimos rodeados de fantasmagorías,
de ideas y conceptos sistematizados y articulados en instrumentos teóricos y lógicos
que proceden de la teología, ciencia que ocupa un sitial de honor en el estudio
de espectros fantasmales, entre los que se encuentra aquellos que se
manifiestan a través de la representación jurídica y la legalidad, que en su
pretensión de generalidad no tienen existencia real.
Específicamente,
la teología del derecho constituye una rama de estudio fundamental en la
configuración de un sistema arbitrario, orientado a la ordenación de la
sociedad a través del ensueño legal, sosteniendo, induciendo e incitando
permanentemente a la necesidad de la fantasía del orden jurídico en respuesta a
los problemas de dicha sociedad; por consiguiente, tratándose de espectros
fantasmagóricos y su inexistencia real, cuando nos proponemos emprender un análisis
e interpretación de la realidad social en tiempo presente, resulta obvio que
toda instrumentación legal, siendo de naturaleza espectral, es inútil.
Si presuponemos que la idea de este orden
jurídico sea respuesta a los problemas de la sociedad, entonces estas continuas
e interminables soluciones de problemas y satisfacciones de necesidades que
surgen a través de la creación y fortalecimiento de este abarrotado aparataje
legislativo, estarían directamente relacionadas con las ideas de bienestar y
progreso, puesto que se cree que es una mejora en pro de alcanzar una mayor
felicidad social y armonía colectiva.
Por otro lado, asumiendo que la
historia sea la ciencia que estudia el desarrollo sistemático de hechos
ocurridos en tiempo pasado o presente (pasado inmediato) y su incidencia en el
futuro, si nos referimos específicamente a la realidad del pasado inmediato y
su interpretación teológica del derecho, pareciera que la historia habría de
ser la historia del bienestar y progreso de la sociedad, y de ser así, sería la
misma historia de la libertad y la servidumbre humana, sencillamente porque no
hay ninguna ley que sea promulgada en virtud del bienestar y progreso que no
atente contra la libertad o en contra de nuestra servidumbre, si fuera el caso
que estimemos que las leyes nos hace libres.
Si nos proponemos la tarea de conceptualizar,
definir, describir y caracterizar la libertad, veremos que es inevitable lograr
tal cometido sin hacer mención de una palabra clave o descriptor, y me refiero
específicamente al término “autonomía”; análogamente, si emprendemos esta misma
tarea de caracterizar el opuesto de libertad, es decir, la servidumbre,
igualmente encontraremos que es ineludible hacer referencia al término
“heteronomía”, que obviamente es contraria a la “autonomía”.
Este recorrido que iniciamos en la
teología del derecho y ha llegado a la autonomía, pasando por la relación
histórica entre el bienestar y progreso de la sociedad y la libertad, nos
conduce nuevamente a la teología del derecho, puesto que la autonomía en su
definición común, designa la facultad, condición o capacidad de un individuo
para darse sus propias leyes, mientras que en la definición frecuente de
heteronomía, esta capacidad que caracteriza a la autonomía es sometida a las formas
jurídicas, lo real es la norma legal y toda norma legal es exterior a cualquier
individuo.
Aquí
vemos, como la idea de las “leyes naturales” y lo “universal” funcionan como
instrumentos de naturalización de artificios, muy útiles para establecer las
relaciones de yugo y dominación. La autonomía a la que me refiero trasciende la
concepción de la teología del derecho; la autonomía a la que me refiero tiene
que ver con la “voluntad de poder” o las fuerzas constitutivas de los
individuos para desarrollarse plenamente en sí mismos, tanto en capacidades
como en recursos que necesite para lograr dicho desarrollo.
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